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La increíble historia de Bill Russell
El padre de Bill Russell, harto de ver cómo los trabajadores de la gasolinera donde hacía cola dejaban pasar delante suyo a clientes blancos, decidió irse. Pero el propietario de la gasolinera sacó una pistola, con la cual le apuntó a la cara. Le obligó a hacer cola, bajo el sol, hasta que todos los blancos tuvieron sus depósitos llenos. Y su madre, un día que salió hacia la iglesia con un precioso vestido nuevo que se había comprado, fue obligada por un policía blanco a volver a casa a cambiarse, puesto que no estaba dispuesto a ver por la calle a una negra con un vestido de blanca. La vida no era fácil en la Luisiana de los años 30.
Bill Russell, uno de los jugadores más grandes de la historia del baloncesto, nació en Monroe, Luisiana, en 1934. Los Estados Unidos de la Gran Depresión, del sueño roto. De millones de personas yendo arriba y abajo, con los bolsillos vacíos y buscando un destino. De las cruces quemando por la noche y los linchamientos en el sur, del gran movimiento de afroamericanos hacia el norte o el oeste, huyendo del racismo. Los Russell también lo hicieron, hacia Oakland, California. Pero no les esperaba nada bueno. Pobreza, sueldos bajos, un racismo menos evidente pero igual de cruel. Los Russell vivían en edificios de protección oficial mientras el padre pasaba días fuera de casa conduciendo coches. Cuando la madre murió de un ataque al corazón, el padre dejó el camión para estar más cerca de sus hijos: encontró trabajo en una fábrica de acero. Volvía a casa tarde con alguna quemadura, siempre. Estos fueron los primeros héroes de Russell, un niño con ojos avispados que, poco a poco, se dio cuenta de que la naturaleza le había hecho un regalo: era muy alto. Russell habría podido ser un nombre más, una persona anónima. Pero fue un genio. «Nunca quise ser una víctima», explica Russell, que murió recientemente a los 88 años. «Si quiero ser recordado por algo, es por haber sido un activista por los derechos civiles», añadiría. Uno de los jugadores más grandes de la historia del baloncesto ayudó a cambiar las cosas ganando títulos. Así hizo caer barreras.
Con más de dos metros, Russell solo necesitaba que alguien confiara en él. Así es la vida. En medio de un sistema que te cierra las puertas ya cuando eres un niño, a veces hace falta que alguien te haga ver que puedes ser propietario de tu destino. En el instituto, a Russell lo veían más como un atleta, puesto que no creían que pudiera entender bien los conceptos colectivos del baloncesto. Un punto de racismo, de hecho. Durante décadas, a los negros se les daban trabajos físicos, como le pasaba al padre. Y en el deporte, se les daba una oportunidad corriendo y saltando, pero no dirigiendo equipos de baloncesto o fútbol americano. Los entrenadores blancos creían que los negros eran fuertes, pero no listos. Poco conocían a Russell. George Powles, su entrenador en el Instituto McClymonds, lo vio diferente. Confió en él. Todo el mundo pensaba que Russell jugaba de una manera extraña, pero McClymonds entendió que aquel joven era especialmente bueno defendiendo. Tenía lógica en alguien que había sufrido tanto de joven. Russell se pasaba horas entrenando solo, a veces ante un espejo, estudiando los movimientos defensivos. Llegó a gastarse dinero para ir a ver a escondidas entrenamientos de otros equipos de instituto para ver cómo jugaban sus próximos rivales. Los estudiaba para pararlos. Y empezó la leyenda cuando los Celtics lo ficharon en 1956.
Cuando en 1969 se retiró, Russell era el jugador con más anillos de campeón de la NBA: ganó 11 en 13 temporadas, siempre con los Boston Celtics. No pasó de los 15 puntos por partido de media, pero en rebotes la media era de 22. Con sus brazos tan largos, Russell se convirtió en el mejor jugador universitario y ganó dos veces la NCAA con San Francisco. El hijo de la Gran Depresión ahora era el rey Midas: todo lo que tocaba se convertía en oro, como en los Juegos Olímpicos del 1956, cuando Estados Unidos ganó todos los partidos. En la final, los soviéticos no llegaron ni a los 60 puntos, topando con un Russell gigante. Tan famoso se hizo cuando todavía era un joven que los Harlem Globetrotters le pusieron un montón de dinero sobre la mesa para que se uniera a su espectáculo. Russell prefirió la oferta que le haría Red Auerbach, el entrenador de los Boston Celtics.
El destino sería un poco irónico. Él, que era de Oakland, cerca de Los Angeles, se volvería el azote de sus vecinos. Dejó la Costa Oeste marchando al este, a unos Celtics que parecían un lugar poco adecuado para un joven negro como él. El equipo fundado por irlandeses, donde todo el público entonces era blanco y celebraba el día de San Patricio. De hecho, cuando Russell ya estaba en el equipo y a veces el pabellón no se llenaba, una encuesta hecha en la ciudad dijo que una razón por la cual mucha gente no iba a ver los Celtics era porque «hay demasiados jugadores negros». En el vestuario todo era diferente. «Yo entraba y era de los pocos lugares donde era del todo libre. Donde solo era valorado por lo que podía hacer», recordaría sobre Auerbach, que sabía que Russell cambiaría las normas del baloncesto. Ya en uno de sus primeros partidos, de hecho, cogió 36 rebotes. Russell encontró un entrenador que lo entendía y lo respetaba. Y una plantilla donde otros se encargaban de anotar, con nombres como Heinshon, Sharman, Cousy y Havlicek. Ya en su primer año en Boston, los Celtics ganarían el anillo de campeón en 1957. En el segundo no, puesto que perdieron contra los Hawks cuando Russell se lesionó. Y después, la gloria: ocho campeonatos consecutivos, lo que nunca nadie ha vuelto a conseguir. Y su víctima solía ser Wilt Chamberlain, con quien mantuvo duelos épicos. Chamberlain era el gran anotador del momento, primero con los Sixers y después con los Lakers. Y Russell, el gran defensor. Siempre que se vieron las caras en finales a 7 partidos, el verde fue el color ganador.
La relación entre Auerbach y Russell fue tan buena que en 1966 el veterano entrenador anunció que Russell sería su sustituto en los banquillos. Nunca un negro había dirigido un equipo de la NBA. Y, de hecho, ganaría dos anillos más compaginando el trabajo de técnico y jugador. El último de ellos, en 1969, fue el más especial. Russell estaba en un momento complicado de su vida. El asesinato de Kennedy lo había convencido de que Estados Unidos era un país oscuro, donde costaba demasiado cambiar las cosas. Se había divorciado y no entendía cómo la Guerra del Vietnam seguía adelante. Además, tuvo algún incidente racista con seguidores, que llegaron a atacar su casa después de que él dijera que no les debía nada a los hinchas, que solo hacía su trabajo. Aquella sería su peor temporada en cuanto a estadísticas en la fase regular. El reinado de los Celtics parecía acabado, pero el equipo reaccionó en los play-off y llegó a la final contra los Lakers de Chamberlain. La final se decidiría en el último partido, el séptimo, en California, donde Russell demostraría su talento como defensor y como técnico y ganaría el 11.º título de su carrera.
Russell no acabaría de tener suerte como entrenador después. Poco importaba, ya era una leyenda. El más grande hasta que llegó una nueva hornada de jóvenes que tampoco querían ser una víctima. Jugadores como Magic Johnson o Michael Jordan, que quizás nunca acabaron de valorar que habían encontrado puertas abiertas, puesto que Russell las había hecho añicos. De hecho, Russell fue escogido el mejor jugador de la historia de la NBA en 1980, antes de que esta nueva hornada reinventara un juego que Russell había cambiado. «Él era la mayor fuerza de la naturaleza que jamás he visto en un deporte», diría Auerbach para describir a aquel jugador tan alto que podía cruzar la pista rápido para poner tapones, coger rebotes y hundir la pelota en la cesta. Un jugador valiente que tampoco tuvo miedo cuando tocaba mojarse en contra del racismo. En 1963 estuvo en Washington, en primera fila cuando Martin Luther King dijo la famosa frase «I have a dream«. Muchas veces Russell había marchado junto a Luther King, cuyo asesinato lloraría. Cuando el activista contra el racismo Medgar Evers fue asesinado, Russell creó con el hermano de la víctima un campus de baloncesto en Misisipí donde hacer jugar a niños blancos y negros juntos.
Y en 1967 apoyó a Muhammad Ali cuando las autoridades norteamericanas persiguieron al mejor boxeador de todos los tiempos por negarse a ser llamado a filas durante la Guerra del Vietnam. Ali, que se había cambiado el nombre y convertido al islam para cortar con un nombre y una religión que consideraba herencia de los propietarios de las plantaciones que habían llevado esclavos africanos a América, perdió el título de campeón del mundo y recibió amenazas de muerte. Russell no dudó en apoyarle en el famoso encuentro de Cleveland el junio del 1967, junto a otros deportistas negros que no querían ser víctimas y tampoco querían ser pisoteados. No, aquella no era ni la guerra de Ali ni la guerra de Russell. Ellos luchaban en casa, donde había tanto trabajo por hacer. Donde hay tanto trabajo por hacer, en Estados Unidos. En las pistas de la NBA, el racismo ha desaparecido. En las calles, todavía hay personas que salen con el mismo miedo que los padres de Russell en la Luisiana de los años 30. Antes les hacían esperar en las gasolineras o les hacían sentar al final de los autobuses. Ahora la policía te ahoga hasta que dejas de respirar.